Tuvimos media mañana de ir y venir por el pueblo, de tomar algo en grata compañía, para ir templando lo que había de ser la tarde, esa fiesta de la palabra que cada vez encuentra menos oídos dispuestos a dejarse cautivar. Los ausentes se lo pierden. Santos, como Juan Ramón o como todos los poetas que merecen ese nombre, habló para la inmensa minoría. Y pudimos escuchar de su voz cordial y cercana historias dulces y melancólicas, historias trágicas –la tragedia era su verdad y la literatura su acierto– y versos donde uno aprendía que el papel grueso de un saco de cemento puede ser el mejor soporte del poema cuando se trata de recrear desde un andamio el mundo que pasa por debajo; un mundo de afanes e intuiciones que no encuentra la justa medida en el metro del albañil ni su equilibrio en el nivel con que se guía pared arriba, sino en la inquietud sin límites del poeta que comprende incluso lo que no alcanza.
Los títulos de los libros de Santos son un autorretrato de quien los supo llenar de versos, de cuentos, de miradas en derredor y celebraciones de la vida: Diario de un albañil, Veinte formas de decir te quiero, Las noches de marzo, Talladas piedras padre, Covalverde –nombre literario, el que importa, de su pueblo, Cuevas del Valle–, El vendedor de cerezas, un libro donde los cuentos, como el fruto, salen enredados, uno arrastrando al otro desde el cuenco de las páginas, hasta llegar a una Aventura y desventuras de Filipo, un nombre de molde que vale en el libro por el que gasta el autor fuera de las ficciones.
Santos Alonso es –o tuvo que ser– albañil para llegar a poeta. No ha seguido el camino habitual de las letras, por eso su presencia y su palabra tenían en la tarde que casi se fue entera en su compañía, un testimonio poco común. Como todo lo bueno, su palabra en Monleras ahora alimenta la memoria solo de unos pocos.
El último sol fue alargando la sombra del poeta carretera adelante, de regreso a casa. El campanario que lo recibió bañado en el fulgor de las campanas al mediodía se estiraba más que nunca para verlo perderse en la distancia. Y eran pájaros en su espadaña los que guardaban mudos su ausencia al atardecer.
(Pablo Andrés Escapa)