PABLO ANDRÉS ESCAPA
Fotografías: CRISTINA GONZÁLEZ
La tarde del 21 de agosto se nos fue entre los versos de
Vicente Rodríguez Manchado. Llegó a Monleras de la mano de José Antonio Ramos y
aquí se quedó unas horas para que pudiéramos conocer algo de su obra, es decir,
algo del poeta. Creo que pocos sabíamos de la poesía de Vicente, que hace de la
discreción y de lo efímero materia del poema, pero su paso por Monleras nos ha
dejado un eco en los oídos donde resuenan los afectos familiares, el afán por
ser preciso en lo que la palabra alcanza, la promesa de los sueños
condicionales –cuántos poemas se abren con la vacilación de un si…–, y el
compromiso con lo cotidiano, casi con lo trivial, que el verso quisiera elevar no
tanto a la categoría de sublime –sospecho que Vicente no aspira a las estrellas–
como a la condición de necesario, esto es, de palabra que no se puede callar ni
decir de otra manera.
La tarde de agosto fue entrando lentamente en el
atardecer y aquí seguía el poeta demorando su voz hasta confundirse con el sol
declinante. Algunos lo despedimos junto a la plaza, cuando las sombras ya eran
más largas que los hombres y aún perduraba en la voluntad de los reunidos
acercarse hasta el embalse para perderle el rumbo al día. En algún rincón de la
memoria ardía aún la honesta confidencia del poeta, la indefensión frente a la
vida que recurre al verso para sujetarla a duras penas. Como la tarde fugitiva
que parecía pedir nuevas palabras para prolongarse, si no era un poema lo que
reclamaba para durar.
Y volvía uno a casa con esa misma ilusión de la voz que
nace para retener lo efímero que Vicente había invocado:
Toda
la fuerza,
la
escasísima savia
de
este abedul
que
se fatiga,
que
envejece y no se rinde,
para
decir ahora esto
a
duras penas.